HISTORIA ANTIGUA - La era de la dominación persa
LOS SUCESORES DE CIRO
El primer sucesor de Ciro fue su hijo Cambises. Su conducta no fue la de su padre; era
orgulloso y cruel, y más tarde se advirtió que era demente. Con todo, su acción fue, en los
primeros tiempos, vigorosa y fructífera, porque logró agregar al imperio el Egipto, aunque
después fracasó en el sometimiento de las regiones vecinas. Al fin, tras dar muestras de su
locura con multitud de hechos, Cambises se suicidó N' el reino persa cayó en manos de un
usurpador; pero no duró mucho, y al fin fue elegido rey Darío, un hombre de espíritu superior
que siguió la política iniciada por Ciro.
Darío no fue un conquistador sino que dedicó sus energías y su actividad a la organización del
vasto imperio que le habían legado sus antecesores. Debió reprimir sublevaciones y vigilar las
fronteras; pero nada le preocupó tanto como estimular el desarrollo de las riquezas y asentar la
prosperidad general sobre leyes justas y respetadas. Para lo primero, Darío fomentó el
comercio con la India y trató de aprovechar la actividad de los fenicios y los griegos de la costa
de Asia Menor. Para lo segundo, ideó un vasto plan administrativo y político que consistió en
dividir el imperio en satrapías, cada una de las cuales estaba gobernada por un sátrapa, cuyas
instrucciones eran tratar de respetar las características propias del país y estimular su
desenvolvimiento dentro de sus tradiciones. El Gran Rey, como se le llamaba, era un jefe
absoluto, pero su poder estaba destinado a asegurar la justicia y se ejercía no sólo por medio
de sus sátrapas, sino también por conducto de los inspectores que enviaba para controlar la
conducta de éstos y averiguar si expoliaban y oprimían al pueblo. Igualmente, trató de
organizar el ejército, los correos, las vías de comunicación terrestres y fluviales; ciertamente,
tuvo éxito, pero su vida fue breve para la inmensa tarea que significaba aglutinar estados tan
diversos como los que reunía en sus manos. Por eso, cuando tuvo que enfrentar a los griegos
después de 497, comprobó con dolor que su obra no había madurado, y las guerras médicas
constituyeron un revés para su pueblo.
DARIO III. El último descendiente de la familia de los Aqueménidas fue Darío III. Con él
sucumbió el vasto imperio que había formado Ciro y organizó Darío I.
Los sucesores de Darío carecieron del vigor y el genio que caracterizaron a los reyes que les
habían precedido en el trono persa. Se mezclaron en los conflictos de los griegos y comenzaron
a aparecer como una amenaza cada vez más próxima para la seguridad de esos pueblos, de
modo que los reyes de Macedonia decidieron acabar con la dinastía aqueménida. El plan lo
preparó el rey Filipo, pero lo cumplió su hijo Alejandro, que derrotó a Darío III y conquistó el
territorio íntegro del Imperio (332-323).
Los tiempos de esplendor se caracterizaron en Persia por un notable desarrollo de las artes
plásticas; no fueron éstas muy originales acaso porque les faltó tiempo para madurar;
pero revelaron un notable sentido de la grandiosidad y cierta capacidad para fundir cuantas
influencias hallaron dignas de ser imitadas. Los edificios más suntuosos fueron los palacios
reales, en los que se encerraban vastas salas y abundaban las columnas, los frisos y los bajos
relieves. Las tumbas de los reyes, en cambio, fueron más bien sencillas y solían imitar los
hipogeos egipcios.
Estas tumbas estaban decoradas siguiendo las alegorías propias del culto persa de los muertos.
Esta creencia en la vida de ultratumba estaba estrechamente relacionada con la doctrina
religiosa que había enseñado Zoroastro, un profeta del que la tradición decía que había vivido
poco antes de la época de Giro. Explicaba Zoroastro que el universo está gobernado por dos
fuerzas enemigas, una el bien, encarnada en Ormuz, y otra el mal, encarnada en Ahrimán. La
lucha entre estas dos fuerzas caracteriza toda la existencia de la naturaleza y de los hombres,
contribuyendo al triunfo de una u otra quienes practican el bien o el mal, la justicia o la
injusticia. Del mismo modo, después de la muerte el alma es sometida a juicio y la del justo
logra entrar en la llamada "mansión de los cánticos", en tanto que la del malo se precipita en
los infiernos. Un culto especial, el del fuego purificador, mereció la más profunda devoción de
los persas en esta época, porque representaba la luz, símbolo de Ormuz, el cual representaba,
como ya sabemos, el Bien.