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FILOSOFIA - La filosofía en el siglo XX
UNAMUNO
No suele consignarse entre los filósofos de la existencia a los españoles Unamuno y Ortega.
Aunque algunos historiadores y críticos que se ocupan de ellos, exhiben aquí y allá reiterados
motivos y argumentos existencialistas en sus obras, no se atreven a filiarlos dentro de esta
dirección filosófica. Empero, salvando la originalidad de estos dos pensadores sobresalientes no
sólo en España, cabe, por no pocas y fundamentales razones, ver en ambos a dos exponentes de
la filosofía de la existencia. Los dos por igual, poco importa que no se sirvan de la nomenclatura
del existencialismo alemán, francés, ruso o italiano, hacen objeto de la filosofía a la existencia
humana en su realidad y en su insustituible concreción, y aunque con diversa intención y
semejantes resultados, formulan una filosofía cuyos protagonistas son la vida, la temporalidad,
la muerte, el peligro, la esperanza.
En buena proporción, el existencialismo italiano puede ser considerado como la filosofía de la
historia de la filosofía existencial (filosofía de la crisis, de la catástrofe, decadentismo,
manierismo). Con Ortega posee España en la filosofía contemporánea uno de los más grandes
pensadores de la filosofía de la historia.
MIGUEL DE UNAMUNO (1864-1936), un asiduo lector de Kierkegaard, es después de éste, el
existencialista de más antigua ascendencia en Europa. (Obras principales: Vida de Don Quijote y
Sancho; Ensayos, 7 vols.; Contra esto y aquello; Del sentimiento trágico de la vida en los
hombres y en los pueblos).
Unamuno rompe lanzas en contra de toda filosofía encaminada a descubrir la esencia universal
de las cosas. Intelectualismo y naturalismo son direcciones igualmente falsas, como quiera que
no hacen objeto preferente de reflexión al hombre concreto, individual, responsable y artífice del
mundo. Es una filosofía inauténtica, falaz e inútil la que levanta altares en honor de la
naturaleza y de lo absoluto. La verdadera filosofía es una necesidad humana, que cada hombre
siente de comprenderse a sí mismo y de darse cuenta de sus exigencias concretas dentro del
mundo en que vive. La doctrina de Unamuno pretende humanizar la filosofía, descubrir al
hombre como hombre, cada vez como más hombre.
El hombre en quien ve Unamuno el objeto y sujeto de la filosofía, no es, empero, la sustancia
pensante de Descartes, o la abstracta Idea de la humanidad del Idealismo neokantiano, sino el
hombre concreto, individual: el hombre de carne y hueso.
Tal hombre es, ante todo, una interna contradicción, algo así como una dramática paradoja. En
él se dan la razón y la vida, dos fuerzas en franca e irreconciliable pugna. La primera trata de
ahogar o destruir las peculiares manifestaciones de la existencia humana, ya que busca, por su
inabdicable estructura, una explicación lógica y universal de todos los hechos. La vida, en
cambio, es diferencia y desigualdad, fluir continuo, individualidad. La vida auténtica es,
además, fe y esperanza en la inmortalidad y en Dios. La razón arguye que todo ello es un sueño
insensato, pero la vida grita, impulsada por la fantasía creadora, que el ideal que se cree en
verdad, que el sueño que se anhela como realidad, es realidad.
El duelo entablado entre la razón y la vida no tiene término, porque los rivales forman esa
unidad que es el hombre inquieto, contradictorio, el hombre siempre dividido en la unidad de
los dos elementos que lo integran, y siempre unido en la irreductible dualidad de los dos
enemigos. Aquí arraiga el sentimiento trágico de la vida. "Sentimiento de duda y de
certidumbre al mismo tiempo, de certidumbre racional de que todo termina con la muerte y de
que el mecanismo del universo, ese perfectísimo reloj que es el mundo, no tiene ningún fin;
certidumbre de fe, certidumbre voluntarista de que el hombre es inmortal y de que el mundo
tiene una finalidad y que va más allá de las cosas cansadas por el tiempo".
La fe coexiste con la duda. "La verdadera fe se mantiene de la duda; de dudas que son su pábulo,
se nutre y se conquista instante a instante, lo mismo que la verdadera vida se mantiene de la
muerte y se renueva segundo a segundo, siendo una creación continua. Una muerte sin vida
alguna en ella, sin deshacimiento en su hacimiento incesante, no sería más que perpetua muerte,
reposo de piedra. Los que no mueren no viven; no viven los que no mueren a cada instante y los
que no dudan no creen. La fe se mantiene resolviendo dudas y volviendo a resolver las que de la
resolución hubieren surgido".
En nuestro tiempo los hombres están dominados por la tecnocracia, engendro del naturalismo y
del intelectualismo. Nuestra época es una época sin grandes y nobles intereses, sin grandes y
fecundas conmociones. A esta época del intelectualismo estéril, de los objetivos utilitarios y
burgueses, muestra Unamuno la figura de Don Quijote, rescatado de las manos de los
bachilleres, de los curas y de los duques. Don Quijote redivivo ha de restañar la herida de la
época. "No la inteligencia, dice Unamuno, sino la voluntad es la que nos hace el mundo, y al
viejo aforismo escolástico de nihil volitum quin praecognitum, nada se quiere sin haberlo antes
conocido, hay que corregirlo con un nihil cognitum quin praevolitum, nada se conoce sin
haberlo antes querido".
La tarea es ardua, requiere una sostenida lucha. "No me prediques la paz, que le tengo miedo.
La paz es la sumisión y la mentira. Ya conoces mi divisa: primero la verdad que la paz. Antes
quiero la verdad en guerra que no mentira en paz... Busco la religión de la guerra, la fe en la
guerra".
En torno de la imagen de Don Quijote, se plantea la cuestión, "la única cuestión": la
inmortalidad; problema que lo lleva a ocuparse, echando mano de un método autobiográfico e
histórico, de los temas existencialistas de la muerte y la vida.