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FILOSOFIA - La filosofía patrística
SAN AGUSTIN
San Clemente y Orígenes realizan la primera formulación consciente de los dogmas cristianos.
San Agustín hereda toda la obra de los tiempos anteriores y la renueva y engrandece a tal punto,
que con él culmina la época patrística. A ello contribuyó el nuevo giro que imprime a la filosofía,
creando una metafísica de la experiencia íntima del hombre, que ha permitido llamarle por la
resonancia que tuvo en la posteridad, el primer hombre moderno y el primer europeo.
AURELIO AGUSTIN (354-430) nació en Tagaste (Numidia). Allí mismo y en Madaura y Cartago
hizo la carrera forense. Recorrió en su juventud, turbulenta e indómita, todas las posiciones del
movimiento científico-religioso de aquel entonces. Su padre, Patricio, era pagano; su madre,
Mónica, cristiana. Al principio buscó en el maniqueísmo tranquilidad religiosa para su
incoercible duda; después sucumbió al escepticismo académico, que había tomado de Cicerón.
Pasó paulatinamente después a la doctrina neoplatónica, y, al fin, fue convertido por Ambrosio,
obispo de Milán, al cristianismo, del que llegaría a ser su filósofo por excelencia. Se asocian en él
no sólo una naturaleza apasionada a un ingenio dialéctico y enérgica capacidad de pensamiento,
sino también a inquisitivo sentido filosófico y vasta penetración espiritual, que sólo más tarde se
fue limitando por intereses religiosos y por su inquebrantable voluntad. Como sacerdote, y más
tarde como obispo de Hipona (391), ha laborado literaria y prácticamente, de modo infatigable,
por la unidad de la doctrina y de la Iglesia cristiana; particularmente funda su dogmática en la
lucha que hubo de emprender contra donatistas y pelagianos.
Entre sus obras (en la colección de Migne, 16 vols. París, 1853) tienen señalada importancia para
la filosofía las siguientes: Contra Academicos, Soliloquia, De Ordine, De vita beata, De Trinitate,
De libero arbitrio, De quantitate animae, De magistro, De inmortalitate animae, Confessionum
libri XIII, De civitate Dei, libri XXII.
La filosofía de San Agustín no se encuentra expuesta en un sistema concluso. Asimismo, da la
impresión de una muchedumbre de pensamientos que parece moverse en dos diferentes
direcciones, que sólo por obra de la vigorosa personalidad del filósofo se mantienen unidas.
Como teólogo tiene Agustín, a modo de mira, el concepto de Iglesia; como filósofo, concentra
todas sus ideas en torno al principio de la autocerteza de la conciencia. Debido a la duple
relación con estos dos supuestos, toman en él todos los demás un influjo viviente. "El mundo de
ideas de Agustín guarda parecido a un sistema elíptico, que se va formando por un movimiento
alrededor de dos focos, y ésta su interna dualidad es a menudo la de la propia contradicción".
La piedra clave de la filosofía de San Agustín es el principio de la experiencia interna o íntima,
ello es, busca la base de su concepción metafísica en realidades espirituales en vez de nociones
físicas. San Agustín es un virtuoso de la auto-observación y del análisis introspectivo; posee una
maestría para describir estados anímicos, tan digna de admiración como la aptitud para
desmembrar, mediante reflexión, fenómenos subjetivos, y desnudar los más íntimos elementos
del sentimiento y de la voluntad. Se comprende, pues, que afluyan a él, casi exclusivamente de
esta fuente, las intuiciones con las que su metafísica se esfuerza por concebir el universo. Con
ello se inicia, frente a la filosofía griega, un nuevo progreso que poco adelanta en la Edad Media
sobre lo alcanzado por Agustín en este su primer ensayo y cuyo definitivo impulso hay que
buscar hasta los Tiempos Modernos.
Hace ver que la realidad inmediata e indubitable es la experiencia íntima del hombre: se puede
dudar de todo, salvo de que tal proceso dubitativo tiene lugar en un ser, en un yo (si fallor, sum).
Bajo el término "cogitare" entiende Agustín toda suerte de hechos de conciencia. Pensar, querer,
sentir. Además, no concibe éstos como partes yuxtapuestas: el alma es para él la totalidad
unitaria y viviente de la personalidad. Pero el propio hecho de la duda conduce
al
descubrimiento de las leyes lógicas: si se duda es que el juicio que se hace sobre lo dado no está
en armonía con los principios del juzgar, que son algo universalmente válido. Ahora bien, su
validez rigurosa se debe a que son Ideas del espíritu divino; mas, dada la finitud del hombre, no
puede adquirir éste una imagen cabal de la infinita realidad de Dios (teología negativa). Sin
embargo, ve en la divinidad un ser personal, y de ahí que sólo en y por la experiencia interna,
echando mano de la personalidad finita, pueda, analógicamente, representarse a aquélla. Entre
las tres vertientes de la conciencia: Memoria, Intellectus, Voluntas, subraya esta última.
Semejantes leyes de la vida psíquica no son trasuntos de la realidad externa; al contrario, en
ellas advierte las radicales determinaciones de todas las cosas. Hasta San Agustín se hace
seriamente el intento de elevar a principios metafísicos las peculiares formas de relación de la
experiencia interna. El mal es la privación de realidad divina: no es causa efficiens, sino causa
deficiens.
Todo esto en relación con un voluntarismo: la conciencia es una intentio animi. Sin embargo, el
primado de la voluntad individual no prevalece sobre el hecho teológico de la gracia divina:
ante Dios el espíritu carece no sólo de iniciativa, sino también de energía receptiva (el
conocimiento del mundo inteligible es iluminación, revelación). En el problema de la libertad de
la voluntad tropieza San Agustín con la antítesis entre acción incausada y presciencia divina. A
la postre se impone en este conflicto el principio de la universalidad histórica sobre el de la
autocerteza del espíritu individual. Debido al pecado original, todo hombre ha menester de
redención y de los recursos eclesiásticos de la gracia. Pero ésta la transmite el Altísimo sólo a
ciertos hombres de antemano elegidos por decreto inescrutable; esto es, la doctrina de la
predestinación ahoga la libre voluntad del individuo. A la luz de la teoría de la predestinación
adquiere el imponente cuadro de la evolución histórica de la humanidad un acaecer rígido e
infecundo. Los hombres constituyen dos estirpes sólo externamente en relación: la de los
elegidos y la de los proscritos, la del reino de Dios y la de este mundo. El advenimiento de Jesús
constituye el momento crucial de la historia, y el Juicio Final, la realización postrera de la justicia
divina. La irreconciliable dualidad del maniqueísmo de malo y bueno acaba por introducirse
subrepticiamente en la teología cristiana: en San Agustín es creada esta antítesis, pero
inextirpable. También el concepto de beatitud significa una preterición del principio de la
libertad individual, toda vez que se concibe, al modo neoplatónico, cual mera contemplación de
la Verdad divina. Hace bien el hombre en ser un aguerrido combatiente por el reino celestial;
pero la más alta recompensa que asoma para este soldado de Dios, no es la acción infatigable de
la voluntad, sino la paz de la contemplación extática de la Verdad divina.