vaso.
La experiencia, sólo ella, decide sobre la legitimidad de los idea-
les, en cada tiempo y lugar. En el curso de la vida social se seleccionan
naturalmente; sobreviven los más adaptados, los que mejor prevén
el
sentido de la evolución; es decir, los coincidentes con el perfecciona-
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miento efectivo. Mientras la experiencia no da su fallo, todo ideal es
respetable, aunque parezca absurdo. Y es útil por su fuerza de contras-
te; si es falso muere solo, no daña. Todo ideal, por ser una creencia,
puede contener una parte de error, o serlo totalmente; es una visión
remota y, por lo tanto, expuesta a ser inexacta. Lo único malo es care-
cer de ideales y esclavizarse a las contingencias de la vida práctica
inmediata, renunciando a la posibilidad de la perfección moral.
Cuando un filósofo enuncia ideales, para el hombre o para la so-
ciedad, su comprensión inmediata es tanto más difícil cuanto
más se
elevan sobre los prejuicios y el palabrismo convencionales en el am-
biente que le rodea; lo mismo ocurre con la verdad del sabio y con el
estilo del poeta. La sanción ajena es fácil para lo que concuerda
con
rutinas secularmente practicadas; es difícil cuando la imaginación
no
pone mayor originalidad en el concepto o en la forma.
Ese desequilibrio entre la perfección concebible y la realidad
practicable, estriba en la naturaleza misma de la imaginación, rebelde
al tiempo y al espacio. De ese contraste legítimo no se infiere que los
ideales lógicos, estéticos o morales deban ser contradictorios
entre sí,
aunque sean heterogéneos y marquen el paso a desigual compás,
según
los tiempos: no hay una Verdad amoral o fea, ni fue nunca la Belleza
absurda o nociva, ni tuvo el Bien sus raíces en el error o la desarmonía.
De otro modo concebiríamos perfecciones imperfectas.
Los caminos de perfección son convergentes. Las formas infinitas
del ideal son complementarias: jamás contradictorias, aunque lo parez-
ca. Si el ideal de la ciencia es la Verdad, de la moral el Bien y del arte
la Belleza, formas preeminentes de toda excelsitud, no se concibe que
puedan ser antagonistas.
Los ideales están en perpetuo devenir, como las formas de la rea-
lidad a que se anticipan. La imaginación los construye observando la
naturaleza, como un resultado de la experiencia; pero una vez forma-
dos ya no están en ella, son anticipaciones de ella, viven sobre ella
para
señalar su futuro. Y cuando la realidad evoluciona hacia un ideal antes
previsto, la imaginación se aparta nuevamente de la realidad, aleja de
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ella al ideal, proporcionalmente. La realidad nunca puede igualar al
ensueño en esa perpetua persecución de la quimera. El ideal es
un
"límite": toda realidad es una "dimensión variable"
que puede acercár-
sele indefinidamente, sin alcanzarlo nunca. Por mucho que lo "varia-
ble" se acerque a su "límite", se concibe que podría
acercársele más;
sólo se confunden en el infinito.
Todo ideal es siempre relativo a una imperfecta realidad presente.
No los hay absolutos. Afirmarlo implicaría abjurar de su esencia mis-
ma, negando la posibilidad infinita de la perfección. Erraban los viejos
moralistas al creer que en el punto donde estaba su espíritu en ese
momento, convergían todo el espacio y todo el tiempo; para la ética
moderna, libre de esa grave falacia, la relatividad de los ideales es un
postulado fundamental. Sólo poseen un carácter común: su
permanente
transformación hacia perfeccionamientos ilimitados.
Es propia de gentes primitivas toda moral cimentada en supersti-
ciones y dogmatismos. Y es contraria a todo idealismo, excluyente de
todo ideal. En cada momento y lugar la realidad varía; con esa varia-
ción se desplaza el punto de referencia de los ideales. Nacen y mueren,
convergen o se excluyen, palidecen o se acentúan; son, también
ellos,
vivientes como los cerebros en que germinan o arraigan, en un proceso
sin fin. No habiendo un esquema final e insuperable de perfección,
tampoco lo hay de los ideales humanos. Se forman por cambio ince-
sante; evolucionan siempre; su palingenesia es eterna.
Esa evolución de los ideales no sigue un ritmo uniforme en el
curso de la vida social o individual. Hay climas morales, horas, mo-
mentos, en que toda una raza, un pueblo, una clase, un partido, una
secta concibe un ideal y se esfuerza por realizarlo. Y los hay en la
evolución de cada hombre, aisladamente considerado.
Hay también climas, horas y momentos en que los ideales se
murmuran apenas o se callan: la realidad ofrece inmediatas satisfaccio-
nes a los apetitos y la tentación del hartazgo ahoga todo afán
de perfec-
ción.
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Cada época tiene ciertos ideales que presienten mejor el porvenir,
entrevistos por pocos, seguidos por el pueblo o ahogados por su indife-
rencia, ora predestinados a orientarlo como polos magnéticos, ora a
quedar latentes hasta encontrar la gloria en momento y clima propicio.
Y otros ideales mueren, porque son creencias falsas: ilusiones que el
hombre se forja acerca de si mismo o quimeras verbales que los igno-
rantes persiguen dando manotadas en la sombra.
Sin ideales sería inexplicable la evolución humana. Los hubo
y
los habrá siempre. Palpitan detrás de todo esfuerzo magnífico
realizado