Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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sus velas en tres
y cuatro trozos. Las colocamos sobre cubierta por terror a la muerte, y haciendo grandes
esfuerzos nos dirigimos a remo hacia tierra.
«Allí estuvimos dos noches y dos días completos, consumiendo nuestro ánimo por el
cansancio y el dolor.
«Pero cuando Eos, de lindas trenzas, completó el tercer día, levantamos los mástiles,
extendimos las blancas velas y nos sentamos en las naves, y el viento y los pilotos las
conducían. En ese momento habría llegado ileso a mi tierra patria, pero el oleaje, la
corriente y Bóreas me apartaron al doblar las Maleas y me hicieron vagar lejos de Citera.
Así que desde allí fuimos arrastrados por fuertes vientos durante nueve días sobre el
ponto abundante en peces, y al décimo arribamos a la tierra de los Lotófagos, los que comen flores de alimento. Descendimos a tierra, hicimos provisión de agua y al punto
mis compañeros tomaron su comida junto a las veloces naves. Cuando nos habíamos
hartado de comida y bebida, yo envié delante a unos compañeros para que fueran a
indagar qué clase de hombres, de los que se alimentan de trigo, había en esa región; es-
cogí a dos, y como tercer hombre les envié a un heraldo. Y marcharon enseguida y se
encontraron con los Lotófagos. Éstos no decidieron matar a nuestros compañeros, sino
que les dieron a comer loto, y el que de ellos comía el dulce fruto del loto ya no quería
volver a informarnos ni regresar, sino que preferían quedarse allí con los Lotófagos,
arrancando loto, y olvidándose del regreso. Pero yo los conduje a la fuerza, aunque
lloraban, y en las cóncavas naves los arrastré y até bajo los bancos. Después ordené a mis
demás leales compañeros que se apresuraran a embarcar en las rápidas naves, no fuera
que alguno comiera del loto y se olvidara del regreso. Y rápidamente embarcaron y se
sentaron sobre los bancos, y, sentados en fila, batían el canoso mar con los remos.
«Desde allí proseguimos navegando con el corazón acongojado, y llegamos a la tierra
de 1os Cíclopes, los soberbios, los sin ley; los que, obedientes a los inmortales, no
plantan con sus manos frutos ni labran la tierra, sino que todo les nace sin sembrar y sin
arar: trigo y cebada y viñas que producen vino de gordos racimos; la lluvia de Zeus se los
hace crecer. No tienen ni ágoras donde se emite consejo ni leyes; habitan las cumbres de
elevadas montañas en profundas cuevas y cada uno es legislador de sus hijos y esposas, y
no se preocupan unos de otros. «Más allá del puerto se extiende una isla llana, no cerca ni lejos de la tierra de los
Cíclopes, llena de bosques. En ella se crían innumerables cabras salvajes, pues no pasan
por allí hombres que se lo impidan ni las persiguen los cazadores, los que sufren
dificultades en el bosque persiguiendo las crestas de los montes. La isla tampoco está
ocupada por ganados ni sembrados, sino que, no sembrada ni arada, carece de
cultivadores todo el año y alimenta a las baladoras cabras. No disponen los Cíclopes de
naves de rojas proas, ni hay allí armadores que pudieran trabajar en construir bien
entabladas naves; éstas tendrían como término cada una de las ciudades de mortales a las
que suelen llegar los hombres atravesando con sus naves el mar, unos en busca de otros, y
los Cíclopes se habrían hecho una isla bien fundada. Pues no es mala y produciría todos
los frutos estacionales; tiene prados junto a las riberas del canoso mar, húmedos, blandos.
Las viñas sobre todo producirían constantemente, y las tierras de pan llevar son llanas.
Recogerían siempre las profundas mieses en su tiempo oportuno, ya que el subsuelo es
fértil. También hay en ella un puerto fácil para atracar, donde no hay necesidad de cable
ni de arrojar las anclas ni de atar las amarras. Se puede permanecer allí, una vez
arribados, hasta el día en que el ánimo de los marineros les impulse y soplen los vientos.
«En la parte alta del puerto corre un agua resplandeciente, una fuente que surge de la
profundidad de una cueva, y en torno crecen álamos. Hacia allí navegamos y un demón
nos conducía a través de la oscura noche. No teníamos luz para verlo, pues la bruma era
espesa en torno a las naves y Selene no irradiaba su luz desde el cielo y era retenida por
las nubes; así que nadie vio la isla con sus ojos ni vimos las enormes olas que rodaban
hacia tierra hasta que arrastramos las naves de buenos bancos. Una vez arrastradas,


 

 
 

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