Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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«Anímate, ama, puesto que esta decisión me ha venido no sin un dios. Ahora júrame
que no dirás esto a mi madre antes de que llegue el día décimo o el duodécimo, o hasta que ella misma me eche de menos y oiga que he partido, para que no afee, desgarrándola,
su hermosa piel.»
Así habló, y la anciana juró por los dioses con gran juramento que no lo haría. Cuando
hubo jurado y llevado a término este juramento vertió enseguida vino en las ánforas y
echó harina en bien cosidos sacos. Y Telémaco se puso en camino hacia las habitaciones
de abajo para reunirse con los pretendientes.
Entonces la diosa de ojos brillantes, Atenea, concibió otra idea. Tomando la forma de
Telémaco marchó por toda la ciudad y poniéndose cerca de cada hombre les decía su
palabra; les ordenaba que se congregaran con el crepúsculo junto a la rápida nave.
Después pidió una rápida nave a Noemón, esclarecido hijo de Fronio, y éste se la ofreció
de buena gana. Y se sumergió Helios y todos los caminos se llenaron de sombras.
Entonces empujó hacia el mar a la rápida nave, puso en ella todas las provisiones que
suelen llevar las naves de buenos bancos y la detuvo al final del puerto.
Los valientes compañeros ya se habían congregado en grupo, pues la diosa había
movido a cada uno en particular.
Entonces la diosa de ojos brillantes, Atenea, concibió otra idea: se puso en camino
hacia el palacio del divino Odiseo y una vez allí derramó dulce sueño sobre los
pretendientes, los hechizó cuando bebían e hizo caer las copas de sus manos. Y éstos se
apresuraron por la ciudad para ir a dormir y ya no estuvieron sentados por más tiempo,
pues el sueño se posaba sobre sus párpados.
Entonces Atenea, de ojos brillantes, se dirigió a Telémaco llamándolo desde fuera del
palacio, agradable para vivir, asemejándose a Méntor en la figura y timbre de voz:
«Ya tienes sentados al remo a tus compañeros de hermosas grebas y esperan tu partida.
Vamos, no retrasemos por más tiempo el viaje.»
Así habló, y lo condujo rápidamente Palas Atenea, y él marchaba en pos de las huellas
de la diosa. Cuando llegaron a la nave y al mar encontraron sobre la ribera a los aqueos
de largo cabello y entre ellos habló la sagrada fuerza de Telémaco:
«Aquí, los míos, traigamos las provisiones; ya está todo junto en mi palacio. Mi madre
no está enterada de nada ni las demás esclavas; sólo una ha oído mi palabra.» Así habló y los condujo, y ellos le seguían de cerca. Se llevaron todo y lo pusieron en la
nave de buenos bancos como había ordenado el querido hijo de Odiseo.
Subió luego Telémaco a la nave; Atenea iba delante y se sentó en la popa, y a su lado se
sentó Telémaco.
Los compañeros soltaron las amarras, subieron todos y se sentaron en los bancos. Y
Atenea, de ojos brillantes, les envió un viento favorable, el fresco Céfiro que silba sobre
el ponto rojo como el vino.
Telémaco animó a sus compañeros, les ordenó que se asieran a las jarcias y éstos
escucharon al que les urgía. Levantaron el mástil de abeto y lo colocaron dentro del
hueco construido en medio, lo ataron con maromas y extendieron las blancas velas con
bien retorcidas correas de piel de buey. El viento hinchó la vela central y las purpúreas
olas bramaron a los lados de la quilla de la nave en su marcha, y corría apresurando su
camino sobre las olas.
Después ataron los aparejos a la rápida nave y levantaron las cráteras llenas de vino
hasta los bordes haciendo libaciones a los inmortales dioses, que han nacido para
siempre, y entre todos especialmente a la de ojos brillantes, a la hija de Zeus. Y la nave continuó su camino toda la noche y durante el amanecer. CANTO III
TELÉMACO VIAJA A PILOS PARA INFORMARSE
SOBRE SU PADRE Habíase levantado Helios, abandonando el hermosísimo estanque del mar, hacia el
broncíneo cielo para alumbrar a los inmortales y a los mortales caducos sobre la Tierra
donadora de vida, cuando llegaron a Pilos, la bien construida ciudadela de Neleo.
Los pilios estaban sacrificando sobre la ribera del mar toros totalmente negros en honor
del de azuloscura cabellera, el que sacude las tierras. Había nueve asientos y en cada uno
estaban sentados quinientos hombres y de cada uno hacían ofrenda de nueve toros.
Mientras éstos gustaban las entrañas y quemaban los muslos en honor del dios, los
itacenses entraban en el puerto; amainaron las velas de la equilibrada nave, las ataron,


 

 
 

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